Marta, María y “el martirio del equilibrio”

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Imagen Lorenzo Zapp

Costanza Miriano

Son ya más de las dos de la mañana. No he podido decidir si decir el Oficio de lecturas de hoy, o sea el de ayer, es decir, el que debí haber dicho hace más o menos veinte horas, o si mejor hacer como si nada y con desenvoltura abrir directamente el Oficio de mañana, que en realidad es ya hoy, es decir, el que en los monasterios dirán antes de Laudes, dentro de unas horas – al menos en Italia, donde escribo, porque quién sabe, quizá con el horario de Japón estoy un poco menos atrasada (o no, en realidad no sé, no me esforzado nunca por entender en qué sentido se da la vuelta para contar las horas).

No es que se me haya hecho tarde hoy porque sucedió algo particular: más bien fue un día normal, un día imposible como todo día promedio. Lleno hasta el tope de cosas por hacer; todas buenas, todas hermosas y todas utilísimas, obviamente. Además ha sido un día en el que perdí poquísimo tiempo, ni siquiera una fila en el semáforo: es sábado y no fui a trabajar fuera de casa. Por otra parte, he limpiado, corregido tareas, cocinado, limpiado de nuevo, arreglado un artículo para mandar, jugado, cocinado otra vez (¿cuántas veces comen estos hijos míos?), rezado, visto una serie en la TV con mi marido, y mientras tanto llamé por teléfono, recogí informaciones (estoy en medio de una audaz acción de espionaje industrial para tratar de escoger el liceo para un hijo), invitado amigos a cena (¿no había cocinado ya?), lavado los platos y otras dos o tres cositas que seguramente hice automáticamente porque ya no las recuerdo (creo que también salí a correr).

En síntesis, hice un montón de cosas, pero ¿y el Oficio de lecturas? El hecho es que ser laico comporta siempre esta tensión, comporta estar en una cruz cuyas extremidades tienden hacia las cuatro incomodísimas direcciones: hacia lo alto, Dios, hacia lo bajo, yo, y lateralmente hacia las personas que amamos, hacia nuestros deberes de estado, y otras llamadas con las que la vida, las personas, las situaciones – es decir, una vez más Dios, pero con otro rostro – nos interpelan de muchos modos.

Lejos de mi la idea de hacer rankings, de hacer “competencia de cruces”, pero creo, si puedo decirlo, que para los consagrados las variables son muchas menos. Hay otras exigencias, otro tipo de negación de sí, otro modo de perderse a sí mismos, pero no es el que yo llamo “el martirio del equilibrio”. Es decir, el duelo entre Dios y el egoísmo es el mismo para los consagrados pero para nosotros los laicos más que de un duelo se trata de un “trielo”: Dios, mi egoismo y las mil cosas que hacer, el deber de estado y las necesidades de las personas que justamente, particularmente, eminentemente, nos han sido confiadas.

Es evidente que se trata de buscar a Dios no a pesar de sino justamente a traves de las cosas que hacer. El punto crucial es, obviamente, hacer las mil cosas permaneciendo lo más posible en Cristo, hasta obedecer a san Pablo que nos dice: «ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» para no hacer que todos nuestros afanes se conviertan en vanidad.

Ahora, estas son hermosas palabras. Muy hermosas.

Pero permítanme en este punto llamar la atención sobre la difícil situación de la multi-madre trabajadora, la cual, aún recordando todos los días la necesidad de dar gracias por la maravillosa fortuna, para nada obvia, de tener un trabajo; recordando esto, decía, obligada a correr de una parte a otra de la ciudad, termina por olvidar en cambio llaves, citas, número de hijos, olvidar de comer, olvidar donde estacionó el carro y muchas otras cosas fundamentales, además de aquellas que están paradas permanentemente en el número veintiocho o veintinueve de la agenda cotidiana, como por ejemplo comprar medias que no se le caigan, necesidad que no subirá jamás al rango de las cosas que deberán ser verdaderamente ejecutadas, que son las primeras once o doce de la página de la agenda, hecho por el cual no debéis sorprenderos si cuando me encontráis notáis un extraño modo de caminar (se me caen las medias). Ser una laica, permitidme decirlo, es además un poco diverso de ser un laico, porque se sabe que la mujer se hace cargo de los problemas de todos los que caen bajo su arco de influencia, ofrece consejos no solicitados incluso a parientes de tercer o cuarto grado, y es la única en la casa que conoce la ubicación de objetos necesarios para la supervivencia de toda la familia (nota para mi marido: si muero, el termómetro está en la caja de lata de galletas Mellin). Un hombre dice: “querida, yo me voy a dormir”, y después de seis o siete minutos sale de la ducha y, pasando por encima de camioncitos y pelotas, se mete bajo las cobijas. Una mujer, desde el momento en que proyecta ir a dormir hasta el momento en que toca la almohada con la cabeza, hace varias veces inspección de toda la casa recogiendo juguetes, doblando camisetas, desmaquillándose y aplicándose cremas (debe dar un sentido a su repisa del baño), acomoda cobijas, supervisa mochilas, completa listas de compras y boletas por pagar, envía un último – urgentísimo – mensaje de ánimo a la amiga que está encinta. Y después de solamente dos horas, puede dormir.

Lejos de criticar la sana lucidez masculina yo, como siempre, admiro la capacidad que tiene mi marido de tirar directamente al objetivo. Cuando es hora de hacer una cosa se hace, sin distraerse. Es importante, a veces, muy a menudo, no responder a todos los estímulos de la realidad, adoptar hacia ella una suerte de desobediencia creativa, saber escoger a veces, como María, la parte mejor. Dios, en efecto, no coincide con la realidad y es necesario usar el cerebro para manejarla bien (el cerebro, aunque a veces tendemos a olvidarlo, nos lo ha dado Dios, lo ha creado Él y quiere que lo usemos de la mejor manera). Entonces a veces hay que ignorar los estímulos, aprendiendo a dejar algo, poniendo en primer lugar la oración, no como fin sino como medio para buscar a Dios, el cual después, si quiere, «dará a sus amigos mientras duermen», sin que nos preocupemos tanto creyendo tener todo en nuestras manos.

Debemos verdaderamente buscar a Jesús en nuestro pequeño monasterio interior, que también tiene necesidad de tiempos y espacios reservados en la confusión de las jornadas. Debemos, no porque obligados, sino porque no hay dulzura más grande que ver el rostro del Señor, el cual se muestra a quien verdaderamente lo busca.

Mirarlo nos hará cada vez más semejantes a él, que nos enseña ante todo su dulzura. Con ella se aprende a estar en la cruz sin rebelarse, a ser buenos, a aceptar algo que nos hicieron los demás que nos hiere, irrita u ofende, sin hablar, como hizo Jesús. Esto es lo que conmueve a Dios, esto aleja al príncipe de este mundo, lo expulsa, porque ante la humildad el diablo se queda sin armas. Mirarlo porque Él es el Logos, el sentido del mundo, la lógica de las cosas, y solamente fijar la mirada en Él nos permitirá poner orden en nuestra vida y hacerla de verdad fecunda.

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