Giorgia Salatiello
Históricamente, la reflexión de las mujeres sobre la condición femenina, y en general sobre la condición humana, se inició y difundió primero y de modo más vasto en países del norte del planeta (Europa y Estados Unidos). Como es obvio, este hecho ha influido en la impostación y en los contenidos de tal reflexión, en la cual las mujeres han aportado su experiencia y su particular sensibilidad, además de la impronta de sus contextos socio-culturales.
En algunos casos ha existido la conciencia de la particularidad de los análisis y de las propuestas, pero también ha sucedido que se diera un carácter universal de “condición femenina” a la que en realidad es la condición de algunos grupos de mujeres, muy a menudo privilegiadas en el aspecto socio-económico. En los últimos decenios el cuadro ha cambiado mucho y hoy también las mujeres en otras partes del mundo (América Latina, África, Asia y Australia) se comprometen con toda su subjetividad en la reflexión sobre sí mismas y su mundo pidiendo, no solamente a los hombres sino también a las otras mujeres, ser escuchadas.
Esta situación se presenta no solamente en el más vasto ámbito social, sino también en ámbito eclesial, en el cual aparece con trazos que en parte son los mismos mientras, por otro lado, son peculiares de aquella realidad totalmente original que es la Iglesia; esto resulta inmediatamente evidente si se considera la amplia producción teológica elaborada por mujeres en todo el mundo.
Si miramos a la realidad de la Iglesia surge una cuestión que no puede ser evadida, tanto por las exigencias de rigor intelectual como ante todo por motivos ligados al reconocimiento de la igual dignidad de todos los cristianos y las cristianas. La cuestión, sintéticamente, puede ser formulada en estos términos: ¿qué cosa une, en profundidad, a todas las mujeres que se reconocen cristianas y que cosa, en cambio, genera entre ellas diversidades que no pueden ser ignoradas sin imponer a una parte de ellas modelos extraños?
Como se puede ver, el problema se refiere también a las mujeres que no se reconocen en la pertenencia eclesial pero, en la Iglesia, tiene una fisonomía precisa puesto que en ella los vínculos que unen no son fundamentalmente sociales o culturales sino de comunión en un único cuerpo, el cuerpo de Cristo.
El primer motivo de unidad entre todas las mujeres cristianas es, sin duda, su fe común, alimentada por la Palabra de Dios y los Sacramentos y vivida en la comunidad eclesial; de la Palabra resulta una visión antropológica bien definida, que ofrece luces sobre el significado y el valor de ser mujer o varón.
A partir de la Sagrada Escritura y de la Tradición, el Magisterio, sobre todo en tiempos recientes, ha formulado profundas reflexiones antropológicas que se refieren indistintamente a todas las mujeres y es bastante amplio el número de mujeres cristianas que, partiendo de estas reflexiones, se han comprometido a elaborar propuestas que se sitúan en el plano rigurosamente teológico.
Así se llega al segundo motivo de unidad; es decir, las elaboraciones teóricas que, en el plano filosófico, las mujeres están desarrollando respecto a la naturaleza humana, a la diferencia sexual y a la especificidad femenina, temas todos que tienen un valor universal y que evidencian una dignidad que es propia de toda mujer, independientemente de las particualridades geográficas y socio-culturales. Como ya se ha dicho, estas razones profundas de unidad no deben llevar a descuidar los factores que diversifican y que, ligados al contexto y a la cultura de pertenencia, hacen a las mujeres sujetos de experiencias que no son absolutamente asimilables entre ellas.
Para dar un ejemplo, tomado del ámbito socio-económico: para las mujeres del norte uno de los problemas más urgentes es el de la conciliación entre tareas familiares y trabajo extra-doméstico mientras, en otras situaciones prevalentemente rurales, esta rígida separación no existe y el compromiso de las mujeres se da con mayor continuidad en sectores que no están separados de manera rígida.
¿Qué implica esta diversificación de experiencias ante la única pertenencia eclesial?
En primer lugar, tal diversificación pide ser reconocida, dando espacio en la Iglesia a todas las voces de mujeres que experimentan en modos diferentes la idéntica fe, en una cotidianiedad que incide en sus vidas y en la reflexión sobre ellas.
En segunda instancia, la diversidad entre las mujeres debe ser vista como una razón de enriquecimiento real para las mujeres mismas y para toda la comunidad eclesial, puesto que da testimonio de la fecundidad de la Palabra que puede ser acogida sin barreras espacio-temporales. En muchos campos este enriquecimiento recíproco es activo; baste pensar en la investigación teológica que ve a las mujeres de varias partes del mundo como sujetos activos de la escucha y de la reflexión sobre la fe.
Queriendo sintetizar a modo de conclusión, se debe evidenciar que la dinámica implícita en este encuentro de mujeres tan distintas en cuanto a sus experiencias personales es precisamente el que se encuentra en la Primera carta a los Corintios que en el número 12 nos recuerda que en la multiplicidad de los carismas obra el único Espíritu, para el bien de toda la Iglesia.