Mensaje Mayo 2012

Según el Concilio Vaticano II, para los cristianos “ser injertados en Cristo” mediante el Bautismo quiere decir convertirse en partícipes de la triple misión de Cristo: sacerdotal, profética y real (cfr. Lumen Gentium, núms. 34-36).

El fiel laico participa en la misión sacerdotal de Cristo y por ello está llamado a ofrecer a Dios un culto espiritual y frutos de auténtica santidad de vida. “Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el cotidiano trabajo, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo (cfr. 1 Pe 2,5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del cuerpo del Señor” (Lumen Gentium, núm. 34). En la vida de la mayor parte de nuestros laicos, la dimensión sacerdotal y doxológica, que expresa el sacerdocio común de todo el pueblo de Dios, es un tesoro que aún hay que descubrir. Siempre hay que recordar que entre el sacerdocio común de los bautizados y el sacerdocio ministerial existe una diferencia de esencia y no sólo de grado (cfr. Lumen Gentium, núm. 10). Por lo tanto, en la praxis eclesial hay que evitar absolutamente todo tipo de confusión.

Al participar de la misión profética de Cristo, los fieles laicos están llamados a anunciar el Evangelio mediante la palabra y el testimonio de la vida. “Tal evangelización […] adquiere una característica específica y una eficacia singular por el hecho de que se lleva a cabo en las condiciones comunes del mundo” (Lumen Gentium, núm. 35). Pero los laicos no deben olvidar que, para ser auténticos anunciadores de la palabra de Dios, tienen que ser primero personas que escuchan. El verdadero anuncio cristiano nace de la oración, la meditación y el estudio de las Sagradas Escrituras. Quien lleva la palabra de Dios tiene que recordar siempre que no es su propietario, sino un humilde servidor. La Iglesia, llamada a la nueva evangelización, necesita hoy apóstoles laicos, que sean capaces de mostrarse como valientes heraldos del Evangelio. Por ello, surge aquí la pregunta: ¿Cómo podemos despertar y activar el enorme potencial misionero de nuestro laicado, que a menudo está escondido, como dormido?

Al participar de la misión real de Cristo, los fieles laicos están llamados a edificar el reino de Dios dentro de sí y en el mundo que les rodea, llevando a cabo lo que pertenece a su vocación, a su “índole secular”, es decir impregnar desde dentro, como la levadura, la realidad del mundo con el espíritu del Evangelio. Esto, evidentemente, implica una continua lucha contra las fuerzas del mal, las “estructuras del pecado”. El Concilio Vaticano II afirma: “Igualmente coordinen los laicos sus fuerzas para sanear las estructuras y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes. Obrando de este modo, impregnarán de valor moral la cultura y las realizaciones humanas” (Lumen Gentium, núm. 36). Los cristianos tienen que estar siempre en primera línea en la promoción de la dignidad de la persona humana y la defensa de sus derechos inalienables.

 

Mensaje del Presidente


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