La importante lección de San Agustín

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Es muy sugestiva la imagen de la Iglesia como “hospital de campo”, a menudo utilizada por el Santo Padre Francisco. Ésta refleja muy bien la gravedad de la situación del matrimonio y la familia en el mundo de hoy, como también la urgencia de la misión de la Iglesia en este ámbito decisivo para el futuro de la humanidad.

La Iglesia de nuestro tiempo es, pues, como un “hospital de campo”. No obstante, existen no pocos bautizados que, a pesar de estar viviendo en situaciones matrimoniales y familiares irregulares, no se consideran para nada heridos o enfermos necesitados de cuidados, es más, consideran que están bien así. Nos encontramos ante un desafío pastoral nada fácil. ¿Cómo podemos afrontarlo? Ahí nos viene en ayuda San Agustín, que en su comentario al profeta Ezequiel, donde habla de los pastores y las ovejas que no son dóciles, observa: «Cuando se extravían y las buscamos, nos dicen, para su error y perdición, que no tienen nada que ver con nosotros: ¿Para qué nos queréis? ¿Para qué nos buscáis? Como si el hecho de que anden errantes y en peligro de perdición no fuera precisamente la causa de que vayamos tras de ellas y las busquemos. Si ando errantes – dicen –, si estoy perdida, ¿para qué me quieres? ¿Para qué me buscas? Te quiero hacer volver precisamente porque andas extraviada; quiero encontrarte porque te has perdido. ¡Pero si yo quiero andar así, quiero así mi perdición! ¿De veras así quieres extraviarte, así quieres perderte? Pues tanto menos lo quiero yo. Me atrevo a decirlo, estoy dispuesto a seguir siendo inoportuno. Oigo al Apóstol que dice: “Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2). ¿A quiénes insistiré a tiempo, y a quiénes a destiempo? A tiempo, a los que quieren escuchar; a destiempo, a quienes no quieren. Soy tan inoportuno que me atrevo a decir: Tú quieres extraviarte, quieres perderte, pero yo no quiero. Y, en definitiva, no lo quiere tampoco aquel a quien yo temo. Si yo lo quisiera, escucha lo que dice, escucha su increpación: No recogéis a las descarriadas, ni buscáis a las perdidas. ¿Voy a temerte más a ti que a él mismo? “Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo” (2 Cor 5,10). De manera que seguiré llamando a las que andan errantes y buscando a las perdidas. Lo haré, quieras o no quieras. Y, aunque en mi búsqueda me desgarren las zarzas del bosque, no dejaré de introducirme en todos los escondrijos, no dejaré de indagar en todas las matas; mientras el Señor a quien temo me dé fuerzas, andaré de un lado a otro sin cesar. Llamaré mil veces a la errante, buscaré a la que se halla a punto de perecer. Si no quieres que sufra, no te alejes, no te expongas a la perdición. […] Si echo en olvido a la que se extravía y se expone a la perdición, la que está sana sentirá también la tentación de extraviarse y de ponerse en peligro de perecer»1.

¿No es quizás precisamente esta la situación de la pastoral del matrimonio y la familia de nuestro tiempo? San Agustín nos da una hermosa lección de caridad y de un extraordinario fervor misionero frente a tantas ovejas que también hoy y en diferentes modos dicen a los Pastores: «Quiero extraviarme así, quiero perderme así…». ¡Cuántos matrimonios fracasados hay precisamente entre los bautizados, cuántos divorciados, cuántas convivencias sin un matrimonio sacramental! Este es un verdadero desafío pastoral que se presenta ante la Iglesia en nuestros días.

Pienso que la crisis del matrimonio y la familia de hoy es un marcador no sólo y únicamente de la difusa crisis antropológica, sino sobre todo de una profunda crisis de la fe de no pocos bautizados. Es precisamente de la crisis de la fe que nace el extravío del sentido del pecado, como lo demuestra el abandono casi total de la práctica de la reconciliación sacramental de parte de tantos fieles en Occidente. Pero si falta el sentido del pecado, el discurso sobre la misericordia pierde su significado y no puede encontrar un seguimiento adecuado en la conversión del corazón. El relativismo y el subjetivismo moral, extendidos por los medios de comunicación, agravan aún más el caos doctrinal y moral entre los fieles. El libre albedrío de cada individuo se convierte en el único criterio ético. Al respecto, el beato Pablo VI escribía que los esposos católicos «no quedan libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia»2. Aquí tenemos la tarea urgente que se presenta a la Iglesia de nuestro tiempo: velar, educar y formar las conciencias de los fieles. Quizás desatendemos a menudo en nuestra misión pastoral las obras de misericordia espiritual como son: consolar a los afligidos, aconsejar a los que dudan, enseñar a los ignorantes y amonestar a los pecadores… De aquí nacía el dolorido llamamiento del beato Pablo VI a los Pastores: «Vuestra primera incumbencia […] es exponer sin ambigüedades la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio. Sed los primeros en dar ejemplo de obsequio leal, interna y externamente, al Magisterio de la Iglesia […] No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas. Pero esto debe ir acompañado siempre – añadía Pablo VI – de la paciencia y de la bondad de que el mismo Señor dio ejemplo en su trato con los hombres. Venido no para juzgar sino para salvar, Él fue ciertamente intransigente con el mal, pero misericordioso con las personas. Que en medio de sus dificultades encuentren siempre los cónyuges en las palabras y en el corazón del sacerdote el eco de la voz y del amor del Redentor»3.

Mediante el actual Sínodo de los Obispos sobre la vocación de la familia en la Iglesia y el mundo, es el Señor mismo que nos interpela fuertemente a todos: a Pastores y fieles, hombres y mujeres, adultos y jóvenes, e invita a la comunidad eclesial a una profunda conversión pastoral, que – como dice el papa Francisco – «no puede dejar las cosas como están»4. La familia es un bien extremamente precioso de cada sociedad y de cada pueblo, porque es determinante para el futuro de la humanidad misma. Pero en nuestro tiempo, es un bien fuertemente amenazado por la cultura posmoderna y sometido a un proceso de una peligrosa desconstrucción a nivel cultural y legislativo en muchos países del mundo. Por ello es necesario, como a menudo recuerda el papa Francesco, a que se defienda la familia, pero sobre todo que se anuncie con alegría y convicción la buena noticia de la familia. En este punto hemos de recordar el sentido llamamiento de san Juan Pablo II: «Es necesario que las familias de nuestro tiempo vuelvan a remontarse más alto»5. Y también: «Familia, sé lo que eres»6.

Todos esperamos del Sínodo de los Obispos, actualmente en curso, una palabra de esperanza que devuelva a tantos hombres y mujeres de hoy la audacia de apostar por un renovado entusiasmo por el matrimonio y la familia como dones inconmensurables del Dios Creador.

1 San Agustín, Sermón 46, 14-15: CCL 41, 541-542.

2 Pablo VI, Carta encíclica Humanae vitae, n. 10.

3 Ibídem, nn. 28-29.

4 Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium, n. 25.

5 Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, n. 86.

6 Ibídem, n. 17.

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