La llamada a la santidad

La llamada a la santidad constituye uno de los componentes esenciales de la identidad de los laicos. Dice el Concilio: «todos los fieles, de cualquier estado o condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (Lumen Gentium, n. 40).

La santidad cristiana es un don de Dios y antes que nada hay que vivirla como un don. Los bautizados, partícipes de la naturaleza divina gracias a la efusión del Espíritu Santo, precisamente por eso son ya santos. En los escritos neotestametnarios la palabra “santo” es incluso sinónimo de “cristiano”. La llamada a la santidad no es una simple exhortación de orden moral o moralístico. La santidad es la exigencia más profunda de la vocación cristiana, del nuestro “ser cristianos”. Y debe manifestarse en la actuación de cada uno, es decir, en el efectivo y radical seguimiento de Cristo, en la oración, en la escucha de su palabra, en la acogida de las bienaventuranzas y sobre todo del mandamiento del amor, en la vida sacramental, de forma especial en el sacramento de la Eucaristía y de la penitencia. En una palabra, tiene que manifestarse en la unidad entre la fe y la vida.

La santidad de los laicos no es una santidad de serie B, como en el pasado pensaban algunos que identificaban la santidad con el llamado “estado de perfección”. La santidad cristiana de los laicos se realiza en el corazón del mundo y no mediante la huida del mundo. De esta forma el compromiso del cristiano en el mundo viene ennoblecido y se convierte en uno de los medios para alcanzar la santidad. El Concilio Vaticano II les ha abierto a los laicos horizontes fascinantes de perfección cristiana vivida a la luz de la espiritualidad de la Encarnación. Todo esto ha dado y sigue dando frutos valiosísimos. Muchos laicos, hombres y mujeres, han hecho de sus enseñanzas un programa de vida, demostrando gran madurez espiritual y capacidad de opciones radicales, inspiradas en el Evangelio.

Mensaje del Presidente


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