Educar a los jóvenes: un desafío de crecimiento humano y cristiano…

JMJ day 6-597

Un día – escribe San Mateo – Jesús “al ver la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,36). Escuchando estas palabras, nuestro pensamiento va espontáneamente al mundo de los jóvenes de hoy. ¿No pareciera un retrato de nuestra juventud? ¡Cuántos jóvenes cansados, perdidos, sin esperanza! Jóvenes que han sido dejados solos, sin guías, sin maestros… El mundo de los jóvenes es una especie de sismógrafo extremadamente sensible a la situación del mundo que lo rodea, lacerado por numerosas y profundas crisis: económica, financiera, pero sobre todo antropológica – crisis de valores, crisis del sentido de la vida, crisis de esperanza, crisis educativa… Vivimos en un mundo “líquido”, sin certezas, privado de puntos de referencia en los cuales basarse para construir la vida… Cuántos jóvenes sin futuro, “descartados” por una cultura en la que cuenta solamente el poder, el dinero, la ley del más fuerte. Cuánta tristeza ver hoy jóvenes que, vencidos por la desconfianza y la resignación, “buscan la felicidad sólo en poseer bienes materiales y en la satisfacción de las emociones del momento” (Papa Francisco, Divina Liturgia en la Iglesia Patriarcal de San Jorge en Istanbul, 30 de noviembre de 2014), jóvenes que son fácil presa de la delincuencia, de las dependencias destructivas (la droga, el sexo…). Los periódicos hablan incluso de toda una “generación perdida”… Pero ¡una sociedad que pierde sus jóvenes generaciones es una sociedad sin futuro! Durante la JMJ de Río de Janeiro, Papa Francisco dijo que los jóvenes son una ventana a través de la cual se hace presente el futuro… Pero, ¿cuál futuro?

En el inmenso campo de la juventud hodierna la mies es verdaderamente mucha – como dice Jesús – pero los obreros son pocos… Los jóvenes necesitan urgentemente de “pastores”, es decir de guías seguras, verdaderos maestros, educadores auténticos… Nuestro mundo sufre en cambio una gran penuria de tales figuras. ¡Cuántos maestros, profesores, o incluso padres renuncian a su vocación de educadores! Vivimos un tiempo marcado por una profunda crisis educativa que hace extremadamente difícil transmitir a las jóvenes generaciones los valores basilares y las fundamentales reglas de vida. Privados de verdaderos maestros, los jóvenes no crecen en su humanidad – o mejor decir – no quieren crecer y madurar (el fenómeno de los eternos adolescentes). Este es el desafío que tenemos delante – como sociedad y como Iglesia – a las puertas del tercer milenio: ¡un desafío educativo!

San Mateo escribe que viendo la muchedumbre, Jesús “sintió compasión de ella” y de este modo nos invita a todos – formadores y educadores de los jóvenes – a entrar en esta “compasión “ de Cristo. Justamente esta “compasión” debe animar todos nuestros programas educativos, nuestras decisiones y nuestro modo de relacionarnos con los jóvenes…

En su discurso al Parlamento Europeo en Estrasburgo, el Papa Francisco dijo: “Los jóvenes de hoy piden poder tener una formación adecuada y completa para mirar al futuro con esperanza, y no con desilusión” (25 de noviembre de 2014). Para afrontar el grave desafío de la crisis educativa son necesarias figuras de formadores animados por un impulso y una valentía educativa nuevos. ¿De qué educadores se trata, concretamente?

Los jóvenes necesitan ante todo educadores-testigos de una humanidad madura y hermosa; además, testigos de una fe vivida hasta lo profundo. Desde este punto de vista, los jóvenes son muy exigentes y no perdonan a los adultos cualquier forma de incoherencia, doblez, hipocresía. Ser formador de jóvenes es por ello una vocación muy exigente que supone una permanente conversión del corazón. Recordemos las palabras del beato Pablo VI: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan […] o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio” (Evangelii nuntiandi, n. 41).

Los jóvenes necesitan además educadores “inquietos”. El Papa Francisco insiste mucho en este aspecto. Ser un educador de jóvenes quiere decir no contentarse nunca y no cerrarse jamás en el propio grupo. Es necesario en cambio mirar siempre más allá, mirar a aquellas periferias habitadas también por los jóvenes, por esos jóvenes “descartados” por el mundo… Un educador verdadero no espera que los jóvenes vayan a él, sino que va él mismo a buscarlos sin cansarse ni rendirse. Un educador “inquieto” no acepta la cómoda regla del “se ha hecho siempre así”. Sino que continuamente busca vías, modos, lenguajes siempre nuevos y cada vez más eficaces para comunicar a los jóvenes la alegría y la belleza del Evangelio.

Los jóvenes necesitan educadores que irradien esperanza y alegría. El educador verdadero se fía de los jóvenes que acompaña. Sabe que cada joven – incluso aquel profundamente herido por el pecado, por una vida desordenada – porta en sí un germen de bien auténtico, del cual se puede siempre partir de nuevo… Como dice el Profeta: “La caña quebrada no partirá y la mecha mortecina no apagará…” (Is 42,3). Este educador es portador de alegría contagiosa, según las palabras del Papa Francisco: “Ojalá el mundo actual pueda (particularmente el de los jóvenes) […] recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores (educadores) tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo” (Evangelii gaudium, n. 10). Al mismo tiempo un verdadero educador sabe exigir, tiene la valentía de proponer metas altas a los jóvenes que acompaña. Y los jóvenes aman ser desafiados y no quieren que se les diga siempre “si”.

Realmente la mies de las jóvenes generaciones es hoy por hoy enorme y los obreros – como dice Jesús – son pocos. Roguemos entonces para que el Señor envíe obreros a su mies, para que envíe educadores – testigos, inquietos y llenos de alegría y esperanza – entre los jóvenes de nuestro tiempo.

Mensaje del Presidente


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