La gracia del hormiguero

lauramontoyaupeguy

Artículo publicado en el suplemento "Mujeres, Iglesia, Mundo" del "Osservatore Romano" - 2 de octubre de 2014

Antioquia es una región del nor-occidente de Colombia, caracterizada por sus majestuosas montañas, espesa vegetación, tierras fértiles y por su población amable y trabajadora. La primera santa colombiana, Laura Montoya Upegui, tiene un nombre y un carácter muy antioqueños; ha enriquecido el tesoro de la santidad católica con los rasgos de su tierra.

Santa Laura nació en Jericó, Antioquia, en 1874. Su padre murió siendo ella muy chica y creció trasladándose con su familia por diversas poblaciones.

Aunque formada en la fe católica propia de su pueblo, Laura tuvo una fuerte experiencia personal de Dios que llamó «la gracia del hormiguero». Tenía solo siete años y se divertía observando unas hormigas que llevaban hojitas hasta su agujero; de repente fue como herida por la certeza «de que había Dios... lo sentí por largo rato, sin saber lo que sentía, ni pude hablar... miraba de nuevo al hormiguero, en él sentía a Dios, con una ternura desconocida»1; esta experiencia selló su vida interior.

En su juventud se trasladó a Medellín, capital de Antioquia, para estudiar magisterio y vivió en varias localidades de la región ejerciendo su profesión. Su vida espiritual y su relación con Dios iban creciendo y creía ir madurando una vocación al Carmelo; al tiempo experimentaba una creciente sensibilidad por las poblaciones indígenas de Antioquia. La idea de que persistieran en zonas remotas pueblos que no conocían el amor de Dios era para Laura como un aguijón que no la dejaba descansar. Se preguntaba cómo podía llegar a ellos; en presencia de Dios, iba pensando métodos pedagógicos para hacerlo. Así fue renunciando al claustro y madurando otra idea: quizá, si estos indígenas huían porque se sentían amenazados al ver llegar misioneros, era probable que al ver llegar mujeres, la amenaza percibida fuera menor, permitiéndole iniciar una «obra de indios» que abriera caminos para los sacerdotes.

Laura fue compartiendo esta idea con sus discípulas, con personas conocidas, habló de ella a sus directores espirituales. Las primeras se entusiasmaban, los últimos la escuchaban con perplejidad, algunos la tachaban de loca e intentaban disuadirla citando, entre otros argumentos, los repetidos fracasos de otras expediciones misioneras. Sin embargo encontraba también apoyo en algunos miembros de la jerarquía que vieron providencial la inquietud de esta mujer apasionada. En 1914, a sus 40 años, Laura partió para la remota región de Dabeiba con seis compañeras. La expedición – misioneras, arrieros y mulas – despertó curiosidad, solidaridad y admiración en Medellín; las viajeras se dieron como consigna «antes muertas que vueltas».

Llegadas a su destino fueron ensayando los métodos para acercarse a los indios, métodos que partían de enorme respeto por la identidad de esos pueblos para acercarlos al amor de Dios. Notaban desconfianza en los indígenas pero para Laura, la fe no requería que los indios renegaran de su cultura; al contrario, la luz del Evangelio haría que ésta brillara en toda su belleza.

A partir de esta aventura surgieron las Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena; vestían hábitos ordinarios, vivían en bohíos sin muros, se movilizaban en mula y a veces se veían obligadas a prescindir de los Sacramentos o de la oración ante el Sagrario, para poder internarse en la selva buscando a los indígenas más alejados. La Madre Laura enseñó a sus hijas a ofrecer a Dios esta circunstancia como un «sacrificio bautistano» pues ellas, como San Juan el Bautista, debían en ocasiones privarse de la presencia de Jesús «para buscar que Jesús crezca en las almas que no lo conocen»2.

En 1917 obtuvieron reconocimiento canónico; pero esta forma de vida religiosa, por su novedad, pareció a muchos poco fiable. Se despertaron contra la Madre envidias y sospechas. En 1925 se vieron obligadas a dejar Dabeiba, cuna de la congregación. Sin embargo, las misioneras encontraban acogida en otras regiones de Colombia. En 1930 Madre Laura, a pesar de su frágil salud, viajó a Roma para buscar un decreto laudatorio para su congregación. Habiendo fracasado en este intento, regresó a Colombia y siguió su trabajo por expandir y consolidar su obra; murió en Medellín el 21 de octubre de 1949.

El legado de la Madre Laura se percibe conociendo la obra de sus Misioneras “Lauritas”, visitando su santuario en Medellín, pero también leyendo sus escritos profundos y sencillos, de tonos místicos y autóctonos. Su Autobiografía tiene apasionantes narraciones de sus peripecias por la geografía colombiana, junto con pasajes de altísima espiritualidad; y su Voces místicas de la naturaleza busca enseñar a las misioneras a encontrar la presencia de Dios cuando no tenían a la mano capilla ni sagrario, sino solamente la selva.

Laura Montoya Upegui es como una intensa llamarada que arde en amor de Dios y en deseos de que Él sea conocido y amado. Su amor no se detuvo ante las dificultades para buscar a quienes morían sin conocerlo; tampoco se detuvo cuando tuvo que perdonar las incomprensiones que sufrió por sus ideas audaces.

Ejemplos como el suyo muestran de cuánto es capaz el corazón de una mujer cuando se deja abrasar por el amor de Dios.

Ana Cristina Villa Betancourt

1Autobiografía

2Autobiografía

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