Los auditores laicos en el Concilio Vaticano II

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"...Los trabajos de la asamblea se abrían cada día con la celebración de la santa misa, en la que la presencia de un puño de laicos en medio de miles de obispos recordaba al Pueblo de Dios repartido por el mundo..."

El Santo Padre Benedicto XVI quiso con­memorar el 50º aniversario del Concilio Ecuménico Vaticano II llamando a la Iglesia a celebrar el Año de la Fe. Con este ges­to, el Papa ha querido resaltar que el Concilio se había propuesto « hacer resplandecer la ver­dad y la belleza de la fe en nuestro tiempo, sin sacrificarla a las exigencias del presente ni en­cadenarla al pasado » (Benedicto XVI, Homilía para la Apertura del Año de la Fe, 11 de octu­bre de 2012). El Papa desea que este importante aniversario sirva para « que se reavive en toda la Iglesia aquella tensión positiva, aquel anhelo de volver a anunciar a Cristo al hombre con­temporáneo » (ibíd.). Es precisamente este vín­culo que une el Año de la Fe con el reciente Sí­nodo sobre la nueva evangelización. Ambos eventos están íntimamente unidos con el Conci­lio Vaticano II, la verdadera brújula que debe guiar a la Iglesia del siglo XXI en su caminar, « para navegar segura y llegar a la meta » (Be­nedicto XVI, Audiencia General, 10 de octubre de 2012). El Papa aprovechó, además, la oca­sión de conmemoración para recordarnos que el auténtico espíritu del Concilio está en su “ car­ta ”, vale decir en los documentos que expresan su espíritu auténtico y su herencia.

Uno de los aspectos más significativo de la herencia del Concilio es, sin duda, la conciencia reencontrada de la vocación y misión de los fie­les laicos en la Iglesia. La existencia misma del Consejo Pontificio para los Laicos es expresión de tal renovación. Esta renovada conciencia es aún hoy – cincuenta años después – uno de los frutos más preciosos del Concilio que debemos seguir aprovechando y viviendo.

Volviendo a las enseñanzas del Concilio, está claro que la reflexión sobre los laicos se tiene que comprender en su contexto, es decir la renovada conciencia de la Iglesia como Pueblo de Dios es – en las palabras de la Lumen Gen­tium – sacramento, signo e instrumento de la unión íntima de Dios con los hombres y de los hombres entre sí (cfr. Lumen Gentium, 1). El Concilio enseña que la Iglesia, Cuerpo de Cris­to, está constituida por miembros diferentes, profundamente unidos entre sí por la identidad común de hijos de Dios y de la comunión en la misión de colaborar, cada uno partiendo de su propia realidad, en la santificación del mundo y en el anuncio de la Palabra de Verdad y Vida. Todos los miembros del único Cuerpo compar­ten la llamada a la santidad, que brota del Bau­tismo. El Bautismo y la Confirmación forman a todos los fieles en el apostolado; los laicos, por el carácter secular que les caracteriza, tienen que anunciar al Señor en el mundo, es decir « en las condiciones ordinarias de la vida fami­liar y social, con las que su existencia está co­mo entretejida » (Lumen Gentium, 31).

Se ha escrito y se está escribiendo mucho con ocasión de la conmemoración del Concilio con respecto a su historia y su desarrollo. Un capítulo importante de su historia, aunque qui­zás menos conocido, concierne la experiencia de los auditores laicos. Su presencia fue una de las novedades del Concilio, pues por primera vez los laicos fueron llamados al Concilio como christifideles. También en los concilios prece­dentes participaban a veces laicos, pero sólo en representación del poder civil.

¿Qué podemos decir al respecto? Los archi­vos históricos del Consejo Pontificio para los Laicos albergan documentos que nos ayudan a conocer algunos aspectos de esta presencia lai­cal. Sin pretender proporcionar noticias exhaus­tivas, es interesante recoger algunos testimo­nios de aquella historia que tantos frutos ha ge­nerado y continúa dando en nuestros días.

Quizás es interesante recordar que durante la primera mitad del siglo XX, la conciencia de la vocación y misión propia de los laicos fue creciendo. Las formas organizadas del aposto­lado laical, los congresos mundiales del laicado católico, que iniciaron a reunirse en los años 50, manifestaban esta maduración. Eran “ sig­nos del tiempo ”, respondían a la necesidad de una presencia eclesial incisiva y clara frente a los rápidos cambios sociales y culturales del si­glo XX.

En la primera sesión del Concilio, la única presidida por el beato Juan XXIII, una delega­ción de laicos presenció la ceremonia de apertu­ra, pero no hubo auditores presentes en el deba­te; sólo fue invitado el famoso intelectual fran­cés Jean Guitton junto a los delegados ecuméni­cos. Auditores laicos fueron nombrados a partir de la segunda sesión, presidida por Pablo VI. Al principio eran doce, todos del sexo masculi­no; entre ellos recordemos, además de a Guit­ton, a Silvio Golzio (Italia), Mieczyslaw de Ha­bicht (Polonia), que tenía el encargo de delega­do para los auditores, y Vittorino Veronese (Ita­lia), presidente de los primeros congresos mun­diales del laicado católico.

Es importante relevar que los auditores no fueron nombrados como representantes de aso­ciaciones u organismos de los cuales todos ha­cían parte, sino a título personal. En los docu­mentos se constata cómo ellos mismos eran bien conscientes de que su designación no era “ en representación ”; se trataba, en cambio, de una invitación personal del Papa a presenciar y a ofrecer su propia aportación. En el Aula, de hecho, había auditores, pero en los grupos y en las comisiones de trabajo podían ser, y lo fue­ron, locutores. El Concilio es una asamblea eclesial de carácter singular; no se trata ni con mucho de una “ asamblea representativa ” de la Iglesia: es una reunión episcopal en la que está presente toda la Iglesia en la persona de los obispos, de los pastores. No obstante, dado el carácter pastoral del Concilio Vaticano II, se decidió invitar peritos y auditores, para crear oportunidades de diálogo y profundización útil a los Padres conciliares. Por ello, los auditores no estaban en el Concilio en representación de los laicos, sino con un papel de testimonio y de asistencia a los pastores; es importante com­prender el carácter de su participación para evi­tar malentendidos.

Los auditores tomaban puesto en la Basílica en una tribuna a ellos destinada, junto a la esta­tua de san Andrés, a la derecha de la mesa pre­sidencial. No había puestos asignados. Tenían también una secretaría destinada para ellos cer­ca de san Pedro, en el Borgo Santo Spirito, diri­gida por algunas mujeres comprometidas en el apostolado de los laicos, que desempeñaban su servicio por turnos. Por esta razón, algunos afir­maron que durante la segunda sesión, las muje­res ya se encontraban “ en el umbral ” del Con­cilio. Para la tercera y cuarta sesión, el grupo de auditores se amplió, incluyendo incluso a muje­res, religiosas y laicas. Durante la tercera sesión los auditores eran cuarenta, de los cuales dieci­siete eran mujeres. En la cuarta sesión, el nú­mero creció aún más. Próximamente dedicare­mos un artículo a las mujeres “ auditoras ”.

Algunos de los auditores de la tercera y cuarta sesión fueron: Eusèbe Adjakpley (Togo); José Álvarez Icaza (México) con su mujer Luz; Pilar Belosillo (España); Frank Duff (Irlanda); José María Hernández (Filipinas); Rosemary Goldie (Australia); Patrick Keegan (Gran Bre­taña); Marie­Louise Monnet (Francia); Marga­rita Moyano Llerena (Argentina); Gladys Pa­rentelli (Uruguay); Bartolo Peres (Brasil); An­ne­Marie Roeloffzen (Holanda); Juan Vásquez (Argentina).

Los trabajos de la asamblea se abrían cada día con la celebración de la santa misa, en la que la presencia de un puño de laicos en medio de miles de obispos recordaba al Pueblo de Dios repartido por el mundo, el Pueblo que los pastores tan presente tenían en sus oraciones, reflexiones y tareas. Los auditores entendieron muy bien que su presencia orante y su testimo­nio eran un aspecto importante de su función.

Otra contribución de relieve de parte de los auditores supuso el trabajo de comisiones y subcomisiones para la redacción de los esque­mas destinados a ser votados por los Padres en el aula conciliar. Junto a la contribución de los peritos, la de los auditores fue particularmente significativa en la comisión que preparó el es­quema sobre el apostolado de los laicos, que se convertirá en el decreto Apostolicam Actuosita­tem, como también la comisión que preparó el esquema sobre la Iglesia en el mundo contem­poráneo, la futura Gaudium et Spes.

Además, los auditores fueron invitados en varias ocasiones a tomar la palabra ante toda la asamblea conciliar. Durante la segunda sesión intervinieron sólo para agradecer oficialmente por haber sido invitados. En cambio, durante la tercera sesión hicieron una primera intervención, en inglés, sobre el decreto del apostolado de los laicos que estuvo a cargo del británico Patrick Keegan. Después intervino Jean Guitton al final del debate sobre el ecumenismo; Juan Vásquez sobre el esquema de la Iglesia en el mundo con­temporáneo; y James Norris, que hizo un llama­miento al Concilio, en latín, sobre la pobreza en el mundo. Durante la cuarta sesión intervinieron Eusèbe Adjakpley sobre las misiones y Vittorio Veronese, en la clausura del Concilio, para agra­decer a los padres conciliares. Los textos de las intervenciones fueron acordadas entre todos los auditores. La riqueza y profundidad del testimo­nio de los laicos, hombres y mujeres que partici­paron en el Concilio, se puede apreciar, a partir de los documentos de los archivos que conservan su trabajo y todo lo que vivieron, en los docu­mentos mismos que, en su redacción final, com­pendian toda la experiencia del Vaticano II. Tal como remarcó Benedicto XVI, sus enseñanzas son la expresión auténtica del espíritu del Conci­lio y una brújula infalible para guiar la labor eclesial en el momento histórico actual. Nuestra tarea es asimilar la extraordinaria herencia del Concilio, en particular el carácter profético de sus intuiciones sobre la misión y vocación de los fieles laicos. En nuestro mundo “ líquido ”, ca­rente de puntos de referencia, valores y orienta­ción, ¡qué impacto puede tener la presencia de un laico lleno de Cristo, con una clara conciencia de la propia misión! ¡Cuánto puede dar a este mundo un laico consciente de ser un enviado, un apóstol de Cristo en las situaciones concretas en las que vive! ¡Cuánta riqueza constituye para la Iglesia de hoy la vocación particular de los laicos en la difusión capilar del Evangelio! Responda­mos a una llamada tan grande renovando, en este año propicio, nuestra fe y con ello nuestro com­promiso para llevar la fe a todo el mundo, a las mujeres y a los hombres que buscan al Señor de la Vida.

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